Mamoneo laboral
Situémonos en las páginas sepia de un diario nacional en un domingo cualquiera. Entre las mentiras económicas que sólo se creen los políticos y empresarios que las utilizan, aparecen los anuncios por palabras, donde pisos, servicios varios y sexo se comercializan por escrito. Después vienen las ofertas de empleo. Algunas de ellas se repiten varios domingos, lo que hace suponer que los ocupantes de ese puesto dura más bien poco: por algo será. Luego hay otras empresas, aún más sutiles en su propia repugnancia, que llegan a enmascarar sus ofertas huyendo de la mala fama que con tanta miseria laboral han conseguido. Estudias con esperanza las ofertas y ves las condiciones profesionales y académicas que se exigen a cambio de unas paupérrimas contraprestaciones económicas. Pero en esta sociedad mercantilista en la que todo se compra y se vende (a veces a cualquier precio), esas condiciones que rozan la legalidad y sobrepasan la desvergüenza, siempre termina aceptándolas alguien, porque a la fuerza ahorcan. Alguien habrá que necesite tan desesperadamente pagar las facturas, que no le importe cobrar por debajo de convenio ni hacer horas extras gratis; alguien capaz de sacrificar los sábados, los domingos, los festivos y los descansos semanales y diarios; alguien dispuesto a trabajar sin contrato ni Seguridad Social durante un prudencial “período de prueba” que suele durar, más o menos, hasta que finaliza el trabajo. Y gracias a esa gente, el ministro de turno puede decir orgulloso que se han creado no se cuántos empleos estables. Pues no se de donde le habrán dado los datos, pero seguro que no los ha buscado donde debía. No ha mirado a los ojos desilusionados de los chavales excelentemente formados a quienes han tirado de su nube a base de becas y otros tipos de esclavitud legal. Tampoco ha visto la impotencia de esos jóvenes que han de tragar con la ineptitud de sus jefes y las injusticias de su empresa para poder pagar la hipoteca. Nunca han sentido la mirada de esos hombres y mujeres de cincuenta y tantos años con una familia que mantener y un contrato por obra y servicio que se renueva por semanas alternas. Es una mirada de desesperanza vieja, de resignación consolidada. Acaso les queda en el fondo de su mirada un pequeño brillo de orgullo y desafío, pues esa mierda de trabajo mantiene (aunque a duras penas) a su familia y eso es lo único que importa a estas alturas. Y después llega otro ministro, con su verborrea recién aprendida, su caradura ensayada y sus aires de paleto venido a más, y te cuenta que los precios no han subido con el euro, que los pisos están al alcance de todos y que el crecimiento de España es superior a la media europea. Pues qué quieres que te diga, si esto es así de bonito y hay tanto dinero disponible, alguien debe de estar llevándose mi parte. Porque aquí hay una cosa clara: si los pisos están por las nubes, los bienes de consumo son cada vez más caros (gracias, señor Euro) y los salarios siguen estando entre los más bajos de Europa, hay alguien que se debe de estar forrando a costa de los ciudadanos y curritos de a pie. Con el consentimiento de unos, la pasividad de otros y, supongo, el permiso de su propia conciencia, juegan con los sueños y esperanzas de la gente y les da igual hundir y humillar a un semejante si a cambio se enriquecen más. Los accidentes de trabajo preocupan, porque salen en la tele; las nominaciones de Gran Hermano interesan, porque idiotizan al rebaño; pero el mamoneo laboral no le importa a nadie. A quienes lo sufren sólo les queda el recurso del pataleo; quienes lo padecieron, bastante tienen con no volver a sufrirlo; los que lo provocan, hacen cuentas mientras se retozan en su propia miseria; y quienes lo consienten miran para otro lado. Yo por mi parte, cada vez estoy más convencido de que (y copio la idea a Perez-Reverte) si alguna vez me decido por ser asesino en serie, primero iría por los políticos y después a por los que bastardean las relaciones laborales.
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